Se sentían pequeñas hormigas en aquel camión. En un mundo de estrellas brillantes, luces de rascacielos que les rodeaban, cual galaxia en el espacio. Se levantaban, el viento les azotaba el cabello mientras circulaban por la carretera vacía en aquella medianoche luminosa. Cerraban los ojos y levantaban los brazos, disfrutando de esos cortos segundos de paz y velocidad. La oscuridad los observaba, pero ellos, allí, se olvidaron de todo. En ese momento, un sentimiento creció y creció, hasta convertirse en algo grande. Eran infinito. Lo único que existía y llegó a existir.

No había mañana, ni un ayer. Solo ellos. Ni marginados, ni inadaptados, ni gente apartada del mundo. Pero nadie sabe la realidad de él. La realidad. ¿Qué es, si no, la perspectiva de cada uno? La perspectiva de poder ser alguien. De cambiar, experimentar, vivir. De saborear el alcohol, de fumar hasta perder la razón, del sabor del primer beso, de afrontar quién eres, seas elefante cantando en el paraíso del desierto, o una niña que se aleja de tierra firme.

Miradas. Sonrisas. Silencio. Oscuridad. Paz. Una historia. Era una sensación, un hecho. Lo notaban. Era una realidad, la realidad de estar aquí. De estar vivos, con corazones latiendo al ritmo de la velocidad imprudente, moviéndose. Creyéndose pájaros sin alas, donde cualquiera puede formar parte.

Bienvenido, a la isla de los juguetes inadaptados.

(Inspirado en The perks of being a wallflower y Paradise, de Colplay)