El agua empezó a envolverle el cuerpo.

Primero fue lento. No le llegaba a las rodillas pero le salpicaba de manera salvaje, posándose en sus pies en escasas décimas. Estaba tranquilo, es más, el movimiento del mar –frío en esta época del año- le tranquilizaba. Después, pasó al vientre, donde no paró de divertirse con sus escalofríos. Al hundirse en ella, el mar le embriagó, hechizándole. Solo unos segundos, para que pudiera volver al aire, al cielo y las nubes.

Se alejó, se sumergió en las olas, tranquilo. La playa se desvanecía, el azul transparente le obsesionaba hasta perder la razón, todo desaparecía hasta convertirse en un reflejo del sol y el cielo. Su boca se cerraba al mar y el oxígeno se desvanecía mientras sus pulmones se desesperaban en buscarlo (¿Dónde está?). Daba patadas, su cuerpo luchaba contra él –que disfrutaba a más no poder-, sus fuerzas nadaban hacía arriba, mientras. ¡Necesitas aire! Se hundía en la profundidad de algo incontrolable. El mar jugaba con las almas que navegaban en su exterior, y esta vez, le había tocado (¿Cuál de esos corazones dejará de latir ahora?).

Arrugas de un cuerpo muerto. Hundido. Como todos los otros. Los demás.

Esto lo escribí mientras estaba en el hotel, de veraniego, el primer día. Mientras leía una historia de terror de un libro, mi madre hizo un comentario insignificante del mar. Insignificante, lo suficiente como para que escribiera como el mar (te) ahogaba.